Texto para el catálogo de la Exposición de Casa Asia:
Gaudí visto por la retina japonesa. Diciembre 2002.
La mirada y el placer del camino son dos características destiladas por la alquimia japonesa, pocas culturas han conseguido tan bien paladear la espera ante el descubrimiento. Durante años y a través de largas entrevistas con artistas de esa nacionalidad he intentado levantar una esquina de su carácter complejo, rico, encontrando en ocasiones que su sentido del honor llevado al límite puede resultar desconcertante y también que su afán perfeccionista por el detalle hay momentos en que agota. Pero cuando se libera del yugo formalista y capta los gramos justos de arrebato, su espíritu abre las alas y emprende la aventura...
Catálogo de Casa Asia: Gaudí visto por la Retina Japonesa. Portadas 1 y 2, e índice. (No está desenfocado. El diseño original es así) |
UNA APORTACIÓN LUMINOSA
En su evidente fascinación actual por Antonio Gaudí puede que hayan influido causas puntuales, un buen ejemplo sería el impresionante éxito mediático de la campaña televisiva para el whisky Royal que arrasó las pantallas japonesas en los años ochenta, uniendo de forma magistral sus tradiciones con la obra de nuestro arquitecto. Sin embargo, la esencia de esa unión iba a revelarse intemporal, porque se hundía en la sustancia misma de un pueblo amante de la Naturaleza y convencido de que la mejor manera de acertar es acercarse a ella, como convencido de lo mismo estaba Gaudí. Lo creo después de tropezar en infinidad de rincones con ese anhelo suyo por captar un instante preciso del latido vital.
Una de mis primeras experiencias a ese respecto la viví en el Parque Güell cuando llevaba un par de horas sentada en un saliente de piedra del Viaducto del Medio, avenida cubierta que guarda el tronco reptante de un algarrobo salvado de la tala por Gaudí al construir la galería. Los turistas circulaban en dos direcciones junto al árbol sin echarle un segundo vistazo y era normal, ya no es más que un leño olvidado, fibras resecas sin rastro de vida.
Una mujer menuda, de aire oriental y edad indefinida vestida de gris –pantalón, camisa suelta y sombrerito-, pasaba una y otra vez ante el madero, se agachaba y miraba detenidamente entre la indiferencia de los demás viandantes que sólo en ocasiones, por mimetismo, aflojaban el paso y dirigían la vista hacia el lugar que llamaba la atención de la turista.
Yo seguía escribiendo mis notas tratando de recrear los diarios paseos de Gaudí por aquellos jardines durante los veinte años que vivió en el chalet hoy convertido en Museo Gaudí. Pero una y otra vez, aquella discreta figura con sombrero iba captando mi atención hasta que la curiosidad pasó al primer plano y me hizo cerrar el cuaderno, con la intención a mi vez de descubrir cual sería el motivo de tanto interés. Anduve los diez metros que me separaban de la mujer agachada y me paré tras ella, mirando por encima de su cabeza. Nada. Allí no había más que los restos rugosos de lo que un día, dado su grosor, debió ser un árbol poderoso.
Otro paseante picado como yo por el motivo que atraía a la señora, después de unos momentos buscando la respuesta se incorporó con aire de extrañeza, me miró levantando las cejas y frunciendo los labios en un gesto de complicidad hizo girar un dedo a la altura de su sien. Me incorporé temiendo que alguno de los reporteros que cubren esa zona nos hiciera una foto con pie humorístico y decidí no prestar más atención al tema, desandando el trayecto hacia mi lugar de trabajo. Pero a medio camino una duda me asaltó. Paré y di media vuelta.
La intuición me decía que no era lógica tanta atracción por el vacío. Allí se ocultaba alguna cosa, seguro, algún detalle que los cientos de visitantes no veían, descubrimiento sólo al alcance de una mirada potente. Pero la mía siempre había sido fotográfica y no iba a consentir que alguien llegado desde dos mapas más allá me diese lecciones de rigurosidad. Volví al observatorio donde la dama continuaba agachada, fijándome más atentamente, ahora ya centrada en una cavidad donde apenas cabía una uña.
En el viaducto del P. Güell, el árbol seco no abandona su lugar. 1999 (AMªF) |
Y no, el tono arena de la madera no guardaba ninguna sorpresa entre sus fibras marchitas, forzando la vista sólo percibí una minúscula mota oscura no mayor que la punta de un alfiler. Al levantarme, la señora curiosa giró el rostro quedando a poca distancia del mío y me saludó enviándome una sonrisa. Convencida ya de que se me escapaba algo interesante la interrogué con la mirada, preguntándole por señas qué era lo que atraía su interés.
Comprendió y bajó la punta de su dedo meñique dirigiéndolo hacia el punto que de pronto se duplicó revelando los ojos de una diminuta cría de salamandra no mayor de tres centímetros, colgándole la punta del rabillo partido. Siendo sólo un esbozo, todas sus características futuras estaban presentes. En su pequeñez podían apreciarse las amplias terminaciones de sus patas, la cabeza ancha y plana, el cuerpo aún sin las motas amarillas que más adelante lo convertirían en un animal atractivo. Una reflexión fue abriéndose paso en mi mente: ¿cómo habría llegado hasta allí? En aquella oquedad no existían humedad o musgo que le hubieran permitido vivir. Además, perteneciendo a una especie de hábitos nocturnos, el sol bañaba el lugar. No se apreciaban por allí rastros de un adulto, la cola rota del alevín hablaba de un trayecto y su emplazamiento actual estaba lejos del agua, hábitat natural de su nacimiento ¿desde donde habría venido solo, sin protección?
Caí en la cuenta de que me encontraba siguiendo los pasos de la dama japonesa, llevaba un buen rato allí como ella, también casi en cuclillas, haciéndome preguntas quizá banales surgidas de manera anárquica, sin método ni propósito.
Al retomar la dirección hacia mi banco iba encontrando respuesta a una serie de interrogantes. Empezaba a comprender el por qué Antonio Gaudí hacía copiar a sus ayudantes por medio de una lupa las espigas que aparecían entre los hierbajos del solar de la Sagrada Familia, para elevarlos más tarde a pináculos que remataran el ábside. Estaba claro cómo debió ocurrírsele atrapar los duros capullos de eucalipto antes de estallar en rojos plumeros, usando esa forma geométrica para componer la cruz de cinco brazos en el remate bulboso de la Casa Batlló. Con su ejemplo la dama japonesa me había desvelado que después de todo, el esquema de trabajo de Antonio Gaudí era bastante simple. Consistía en barrer con la mirada el paisaje, sin prisas, ralentizando a cámara lenta cada detalle por mínimo que fuese. El secreto, pues, consistía en poner a funcionar un mecanismo similar de búsqueda, no se trataba tanto de descubrir como de saber mirar dedicándole el tiempo preciso.
Una cría no mayor de tres centímetros...(Foto EnriqueRuízAra) |
Revisando las imágenes de Takushi Katafuchi e Hisako Suzuki para esta exposición se reafirman mis impresiones. En cuanto a Kenji Imai, solo añadiré mi admiración ante el joven arquitecto japonés que visitó Barcelona en 1926, recorrió la obra de nuestro genio y aún deslumbrado por su descubrimiento, escribió: ...El fogoso arquitecto Gaudí, heredero de la ardiente sangre del sur... Su testimonio a través de largos años docentes en la Universidad Waseda, la propia obra y escritos que hoy son de obligada consulta, lo sitúan al frente de los divulgadores internaciones de Antonio Gaudí. Es fácil comprender su pasión con sólo observar las fotografías de su propia obra expuestas en la muestra, donde aparece sin velos la inspiración gaudiniana. Siguiendo el hilo de sus palabras, contemplarlas es viajar hacia el sur de los sentidos.
Claro que la población barcelonesa que conoció Kenji Imai ha evolucionado, cosa lógica, ya no existen pozos en las casitas del antiguo pueblo de Sant Martí dels Provençals, hoy barrio de la Sagrada Familia, ni poceros que los limpien, ni anguilaires que críen anguilas para que los vecinos las compren por parejas enviándolas al fondo del pozo a devorar las impurezas, alejando el fantasma de las fiebres. El agua de la ciudad es potable sin necesidad de que los herreros del barrio hundan en ella los hierros al rojo vivo convirtiéndola en aigua cremada, buena para la salud.
...Y dice un haiku: Tierno sauce/ Casi oro, casi ámbar/ Casi luz...
Ocurre que para escribirlo, el poeta debió pasarse horas muertas observando el discurrir del día tendido bajo el balanceo de las ramas, sólo así pudo rasgar el séptimo velo que accede a la belleza. Las posibilidades que la retina oriental encuentra para explorar todas las sendas de su creatividad bajo nuestro sol, se han demostrado infinitas. Así nos encontramos con un escultor –Etsuro Sotoo-, descubriendo el blanco Renoir al ver la luz reflejándose en el vestido de una niña que juega en el Parque de la Ciudadela, para más tarde escuchar una voz brotando desde el interior de las piedras que se amontonan ante la Sagrada Familia, llamándolo. A partir de ese momento su vida quedará ligada a Gaudí.
Junto al pasado, el futuro. Hoy los estudiantes de la Universidad Waseda como hiciera el joven Imai en su primer viaje, observan la luz del amanecer envolviendo en movimiento calmo, ronroneante, las torres perforadas de la Sagrada Familia, peldaños verticales por los que trepar y rozar las nubes. Son momentos mágicos en los que suceden pequeños actos íntimos de gran valor para el observador sensible. Aquí el anciano señor Issa llegado de Nagasaki, en homenaje a sus antepasados traspasa el jardín secreto por el costado de la Plaza Gaudí que da a la calle Provenza, desprende los pétalos de dos rosas blancas y los va dejando caer uno a uno en las aguas que bajan desde el dolmen/manantial hasta el lago.
...Y dice un haiku: Tierno sauce/ Casi oro, casi ámbar/ Casi luz...
Ocurre que para escribirlo, el poeta debió pasarse horas muertas observando el discurrir del día tendido bajo el balanceo de las ramas, sólo así pudo rasgar el séptimo velo que accede a la belleza. Las posibilidades que la retina oriental encuentra para explorar todas las sendas de su creatividad bajo nuestro sol, se han demostrado infinitas. Así nos encontramos con un escultor –Etsuro Sotoo-, descubriendo el blanco Renoir al ver la luz reflejándose en el vestido de una niña que juega en el Parque de la Ciudadela, para más tarde escuchar una voz brotando desde el interior de las piedras que se amontonan ante la Sagrada Familia, llamándolo. A partir de ese momento su vida quedará ligada a Gaudí.
Seguimos con el arquitecto-filósofo Seiichi Shirai o el afamado novelista experto en Goya, Yoshie Hotta. Puede ser un botánico/jardinero, Kenzo Abiko, o el empresario hostelero Yoshizumi Yamashita, campeón de judo y animador cultural de la colonia japonesa en Cataluña junto a su esposa Yuko. Quizás la respuesta a esa fascinación podría darla Sigeko Suzuki, la filóloga y traductora al castellano de Kenzaburo Oè, Premio Nobel de Literatura en 1994. Por la vida de todos estos conciudadanos ha cruzado en algún momento de su paso entre nosotros el rayo verde del que hablaba Julio Verne, ése cuya visión es capaz de desvelarnos la propia aurora. Ahí es cuando en contraposición a un mundo tan caníbal y acelerado como el actual, la idea del camino, la consecución paso a paso del objetivo, disfrutándolo, nos revela que no existe mundo más importante que la emoción.
Kenji Imai en Riudoms. 1963 |
Explorar, amasar, atrapar el espacio en la punta de un lápiz para después desplegarlo, calidoscopio de mil formas que hace aparecer en un plano la totalidad de una obra inmortal, un trabajo más que japonés, faraónico –Asia por poco–, obra y gracia de Hiroya Tanaka. El Museo de la Catedral de Gerona exhibe sus planos extendidos en toda su grandiosidad, dos, cuatro, seis metros, en vertical u horizontal, iluminados, como deben verse para tener oportunidad de acercarnos a esas mil filigranas que nunca veremos cara a cara, a no ser que tengamos la audacia de subirnos y quedar suspendidos de las obras del genio de Reus, como hizo el mismo Tanaka a lo largo de veinte años.
Es éste un buen momento para recordar el completo trabajo de Tokutoshi Torii titulado El enigmático mundo de Gaudí, fruto de su larga estancia entre nosotros; recordando de paso que Masako Yamahuchi, la directora del restaurante instalado en el chalet que Antonio Gaudí construyó en Comillas, “El Capricho”, ha sido la traductora al japonés del libro Lorca y Dali, una amistad traicionada. El poeta Federico García Lorca contemplando el Portal del Nacimiento declaró: ... He sentido un griterío, un clamor de gritos sonoros que se van haciendo estridentes a medida que la Fachada se eleva cielo arriba, hasta mezclarse con las trompetas de los ángeles, en una zambra gloriosa que no hubiera podido soportar más que unos momentos...Otra respuesta, similar en el fondo, me la dio una pareja de Sakai después pasar un largo rato observando el reflejo del templo en la alfombra de agua: ...Nos entró unas ganas locas de abrazarnos...
Con motivo del año Gaudí 2002 actúa por primera vez en Barcelona una compañía de teatro Noh, haciéndonos llegar los acordes de una música sumergida en las raíces del tiempo. A la vez se instalan en estas líneas dos pianistas relacionadas por su matrimonio con el mundo gaudiniano; la especialista en Granados, Hisako Hiseki y la concertista Chieku Hara.
Esa misma pasión en la yema de sus dedos atrapó en los años ochenta al escultor Kan Masuda impulsándole a construir unos prototipos de campanas tubulares para los campanarios de la Sagrada Familia. A partir de ahí, la propia creación. Masuda es uno de esos autores que parten de la nada a la búsqueda de algo que suena sólo en su mente. No es común el raro arte de la escultura sonora y son escasos sus creadores. Sólo Dios sabe que debió captar el oído de Kan Masuda, su retina, para ocurrírsele tomar un cedro, vaciarlo, volverlo a montar una vez tableado mechando su interior de lingotes tubulares, que lo convierten en un xilofón al introducirse en él el espectador y golpearlos. Esa es una.
Otra, diseñar una gigantesca campana de flecos tintineantes compuesta por rojos listones de madera, dejándola suspendida entre los montes que dan una alegre bienvenida a la ciudad de Kumano. Y por último, tras largo tiempo experimentando, el prototipo que desembala en la Maddock Gallery de Barcelona muestra de su próxima exposición: madera torturada en el horno hasta un punto justo de carbonización, buscando comprimir con el atajo de la técnica, el viaje mil/milenario que va del vegetal al mineral para conseguir la percusión metálica. Haciendo oficiar al fuego de alambique, convirtiendo el tronco en piedra filosofal y sonora, musical al fin.
Otra, diseñar una gigantesca campana de flecos tintineantes compuesta por rojos listones de madera, dejándola suspendida entre los montes que dan una alegre bienvenida a la ciudad de Kumano. Y por último, tras largo tiempo experimentando, el prototipo que desembala en la Maddock Gallery de Barcelona muestra de su próxima exposición: madera torturada en el horno hasta un punto justo de carbonización, buscando comprimir con el atajo de la técnica, el viaje mil/milenario que va del vegetal al mineral para conseguir la percusión metálica. Haciendo oficiar al fuego de alambique, convirtiendo el tronco en piedra filosofal y sonora, musical al fin.
Al oscurecer, entre las sombras de los jardines de la plaza Sagrada Familia, rumor de caricias más o menos canallas. Tras los respaldos de los bancos de la Plaza Gaudí, manos entrelazadas. Los murciélagos van y vienen desde las escamas doradas de los campanarios hasta las luces de los proyectores que las resaltan. Las cámaras y filmadoras de los visitantes permanecen dormidas en sus fundas, cediendo el paso a otro mecanismo que guarda los colores en un formato que nunca envejece y graba las impresiones con la viveza del primer día:
La mirada
Ana Mª Ferrin
SALUDOS. SIGUE LA PROGRAMACIÓN DE VERANO
Cuando el entusiasmo ante una gran obra se apodera de gentes de lugares tan alejados como el Japón, es que esa obra trasciende lo puramente local y se adentra en territorios poco explorados y nada susceptibles de responder a localismos de cortas miras. Básicamente, me refiero a El Quijote. Aunque de forma evidente -y en este caso tan singular- también me refiero al templo de Gaudí. La imaginación, la capacidad creativa, se estimula con obras como la que nos traes. Me sé de una narradora amiga que tampoco puede sustraerse a ese mágico encantamiento.
ResponderEliminarUn saludo, Ana María.
Buen verano, Cayetano.
EliminarLa prisa no lleva a ningún sitio. Si aquel día no llego a parar, darme la vuelta y volver a mirar, no habría podido escribir el texto. El tiempo es la verdadera riqueza.
Un abrazo.
No todos, Ana María, lograrían captar la esencia del alma de un pueblo, por más entrevistas que hagan.Sobre todo en el caso de los hijos de naciones que tienen mucho de enigmáticos.
ResponderEliminarEstoy de acuerdo con Cayetano: Si la obra trasciende más allá de lo local, define que siempre estamos conectados, aunque impresionen que sean culturas diferentes.
ResponderEliminarBesos
Olá Ana Mª.
ResponderEliminarAqui no Brasil, nos também devemos muito aos artistas japoneses, mulheres e homens, que para cá vieram para morar, e aqui produziram obras de arte da maior importância. Há muitos anos sou um admirador da pintura, entre outras manifestações artísticas, vinda do país oriental.
Abraço.
Pedro.
Gracias a todos por vuestros comentarios.
EliminarNos escribimos la semana próxima