Apoyado en un
momento dulce, Josep Mª Subirachs, el futuro escultor de la fachada de La Pasión de la Sagrada Familia, se atreve a principios de 1960 con encargos
de lo más variopinto proyectando sus creaciones con la actitud de un lanzador
de cuchillos: Rigor y Desparpajo.
Le asaltan incursiones
puntuales en campos sin hollar. Son tiempos de renovación en cualquier
manifestación estética.
En el escenario, una luz dirigida sobre
los actores podía exaltar el color. Proyectar sombras lograba crear atmósferas, dando relieve a lo corpóreo de una acción
dramática. Colocar pinturas de vanguardia con algún que otro ismo en los decorados
podía enviar bocanadas de aire vivo a una función.
Pero no sería
hasta llegar al destino natural de la búsqueda, por medio de escultores y
arquitectos que llevasen al escenario volúmenes tan tridimensionales como lo
eran los propios cuerpos de los actores. No sería hasta que se colocaran sobre
las tablas unos elementos que pudieran tocarse e interactuar con ellos, que la alternativa
exigida por los nuevos textos se convertiría en definitiva, como muy bien descubrieron los grandes renovadores de la escenografía.
Con soltura, sin
miedo a volar