Flota por el lienzo un denso perfume, violentos aromas con millones de años a cuestas. Fósiles de ámbar y flores traídos al arte y el hogar entre los siglos XVIII y XIX.
A través de sus manos, los artistas del petróleo nos dejaron el halo mágico de sus obras flamígeras, ondeando las estancias en un juego chinesco de sombras que fijaban en los rostros de sus personajes las más delicadas expresiones del sentimiento.
Entre ellos, mi preferido, Lluís Graner, el pintor realista que logró introducirnos en un mundo que apareció de sopetón en los hogares como la gran novedad de la época en iluminación. Tan rápida como breve fue la presencia de su luz, fugaz espacio entre velas y bombillas.
Aunque de vez en cuando, se dan ciertas ocasiones en que se presenta el apagón eléctrico tanto en las ciudades como en el más recóndito pueblo. Vuelve entonces el momento glorioso del quinqué, ese en el que ciertas manos familiares desempolvan la antigua lámpara de la abuela para transformar la reunión en un cuadro de Lluís Graner.
Luís Graner Arrufi en su juventud |