Veintisiete, veintiocho, veintinueve, treinta.
Bastan treinta escalones para que los visitantes salgan al exterior de la cripta de la Sagrada Familia en un estado de alegría espumosa. La ensalada de ruidos existenciales los acoge a golpes de maza, cristal, metal. Las obras eternas del templo eterno siguen ocupando el espacio sonoro.
Un borboteo de agua y un solo de trompeta desvían la atención turística cuando suben el último peldaño. Junto al pozo construido –según dicen– por Gaudí con sus propias manos, la vecina de la calle Marina, Pilar Cornax, vacía una botella de agua. No es un hecho aislado sino repetido por ella a lo largo de muchos años, porque ésta hermosa buganvilla que hoy riega con mimo Pilar, fue en su día un mínimo esqueje que ella se empeñó en hacer florecer junto al pozo, hasta que arraigó y sus raíces llegaron a fundirse con el fondo líquido.
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En 1910 la construcción de la Sagrada Familia seguía adelante. En su solar, antiguo huerto, continuaban
brotando hierba y restos de hortalizas. Buen lugar para llevar a pastar las cabras de los vecinos. |
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No sabemos la cantidad de cabras equilibristas que han transitado por todo el mapa de España durante años.
Por Barcelona se movían un par que podías encontrártelas como reclamo turístico en los lugares más
emblemáticos, como la Sagrada Familia. Y también saludando desde un cuadro de Pablo Reina Martínez.
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El pozo de la parroquia de la Sagrada Familia. A su lado, la buganvilla a punto de florecer. |
CRÓNICAS DEL TEMPLO