Al llegar al aeropuerto de Boston aquel verano de 1997, mi hija de 17 años, dulce y educada pero una
pantera cuando alguien intenta pisarla, además de estar en plena edad revolucionaria, empezó a protestar por las preguntas del cuestionario que entregan a la entrada en los Estados Unidos para que lo rellene el visitante: - ¿Piensa usted asesinar a nuestro Presidente? ¿Piensa usted iniciar una revolución? ¿Piensa robar? ¿Piensa
matar? (O algo así)
Para ella, leerlo y ponerse en pie de guerra, fue todo una.
- ¿Qué se creen? Por Dios, qué forma de recibir a los viajeros, qué falta de respeto. Pues, mira, me dan ganas de poner que sí a todo... -. Palabras que como imaginará el lector, merecieron por nuestra parte un ejercicio agotador de pedagogía convincente.
A todo esto, tengamos en cuenta que la mayoría de funcionarios de aduanas estadounidenses parecen seguir un perfil concreto. Gente de gran
envergadura y actitud distante a la que todo les parece sospechoso y eso que aún no había sucedido el 11 S. Todo lo
contrario al sentido de atención europeo con el turismo (al menos hasta ahora).
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La Old State House, donde se encuentra el grabado de La Masacre de Boston. |
AMÉRICA, AMÉRICA. CAPÍTULO 2º (*)