Dicen que a medida que nos
hacemos mayores vamos llenando un espacio más pequeño, pero hay hombres para
los que eso no cuenta. Son los que han acostumbrado sus ojos al horizonte y lo
que es más importante, han conseguido que los demás recuerden su presencia con
añoranza. Emilio Aragón, MILIKI, es
sin duda uno de ellos.
Su apariencia de sonriente
placidez cuyas amables maneras hacían olvidar que era una máquina creadora,
siempre con nuevas ideas danzando sobre su nariz roja, en los últimos tiempos
lo hacían pasar desapercibido a primera vista. Porque en ésta época de
cambalache donde la horterada más zafia puede batir récords de audiencia,
encontrar artistas que hicieron del humor blanco un arte nos pilla un poco
descolocados. Valdrá esta breve crónica de unas conversaciones que mantuvimos
por los alrededores de 1992, con destino a recrear la historia de su saga
familiar en mi libro Los Ojos del
Paraíso, para descubrir los
desconocidos registros de un gran artista, descendiente de una amazona sueca y
un seminarista español, a cuyo recuerdo me sumo con este pequeño homenaje.
Con su hijo Emilio en 1996 |
EL CIRCO, ESA ALEGRÍA QUE PASA