Foto cabecera

Sant Quentin S-S - copia "SAN QUINTIN sur Sioule" Auvernia, Francia. Lugar de los antepasados de Antonio Gaudí.



CERRADURAS DE SEGURIDAD (1/2)



Es difícil saber donde comenzó para el autor 
este relato. Aventuro que no fue en sus viajes.
Más bien, pienso en ese personaje vecino,
que todos vemos y pocos nos fijamos en él.

Quizá porque podría ser uno de nosotros...




RELATO

Original de
Miguel Ángel Frechilla Alonso

1er  Premio XIV Certamen de 
Relatos Cortos de la UPSA
Palencia


Una situación parecida a la creada por aquellas personas que entienden las puertas como instrumentos que están hechos para permanecer cerrados, mientras que otros, los de allende la frontera, entienden que fueron pensadas para poderse abrir, para facilitar el tránsito.

(De una lectura personal de Rayuela) 




                                   Después de dos horas de lluvia ininterrumpida, el aire frío se mezclaba con la humedad del ambiente vistiendo con aspecto desapacible aquella noche de finales de marzo. Una vez los escaparates habían apagado sus luces, la alabada eficiencia energética de las nuevas farolas tampoco contribuía a hacer de la calle un lugar menos inhóspito. La única señal que se agitaba entre el ruido de los espaciados coches que aún circulaban, era el murmullo continuado de una ligera corriente de agua al discurrir entre el asfalto de la calzada y el granito del bordillo de la acera, hasta sumirse por la rejilla del alcantarillado, buscando la ignota profundidad de las cloacas.


...Última parada antes de sumergirse  en la oscuridad de las afueras.. (*)



EL PASO DE LA LUZ VERDE A ROJA...

Publicado en Gaudí y Más. 10 de enero de 2016


                          El paso de la luz verde a roja del semáforo resaltó la presencia de un objeto metálico al borde del desagüe: tres llaves de distinto tamaño y forma, reunidas por una anilla junto a un llavero de plástico azul rectangular, con una de las caras hechas de material transparente para dejar ver la indicación del lugar al que se puede acceder con ellas. Solamente se podía leer: “2º B”. No había más pistas, ni una dirección que pudiera indicar unas puertas a las que estuvieran destinadas. Más bien tenían el aspecto de corresponder a un piso probablemente deshabitado y perteneciente a alguien que posee más de una propiedad de similares características. El llavero del domicilio habitual se personaliza de una u otra manera, con algún detalle particular, aunque sea un simple reclamo publicitario. Pero aquél, no. Era totalmente impersonal, con aspecto de ocupar sitio en algún armario junto a varias docenas de otros tantos que, como él, identificarían la misma cantidad de grupos con llaves similares.

Una de ellas tenía un tamaño mayor que las otras dos y se debía corresponder con una cerradura de seguridad, de esas que desde hace unos años instalan en las eufemísticamente llamadas puertas blindadas. La segunda parecía destinada a proteger espacios menos valiosos, era una simple llave de las que por dos euros te hace una copia un zapatero o ferretero de cualquier barrio populoso, mientras que la última no albergaba ninguna incógnita, no podía tener otro destino que el de abrir algún buzón cargado de publicidad. Era el perfil típico de la familia de llaves que permiten el acceso a cualquier hogar a través del portal de la comunidad y después de comprobar que por suerte ese día el cartero no ha dejado ninguna carta del banco, facilita, de manera exclusiva, el encerrarte en una casa donde sentirte protegido de una ciudad que a ciertas horas de la noche expulsa a los habitantes de sus calles hostigándoles con el frío de una primavera perezosa.

Sí, podían pertenecer a cualquier piso, de una calle cualquiera, de cualquier ciudad del país; se trataba de llaves similares a las que entregó a la policía judicial después de haber dejado de pagar el alquiler durante nueve meses consecutivos, cuando el menguado subsidio de ayuda, a los que como él estaban clasificados como parados de larga duración, muy a duras penas daba para alimentarse.

Pensó en arrojarlas de nuevo, ayudando incluso a colarse por el mismo sumidero del que las había rescatado y, de esa forma, fastidiar al presunto propietario que atesora propiedades sin importarle las gentes que no tienen sitio donde dormir. Pero inmediatamente aparcó su reflexión reivindicativa y antisistema para considerar que con esa actitud no conseguía nada y, como si de un pálpito se tratara, las guardó en uno de los bolsillos del gastado anorak.

Media hora y un kilómetro más allá le dejaron en la estación de ferrocarril, última parada antes de sumergirse en la oscuridad de las afueras de la ciudad y acceder a la nave abandonada en donde, junto con otros indigentes, pasaba las últimas noches. En la estación tomaba el último bocadillo del día, el refrigerio que le permitía aguantar hasta el día siguiente. Utilizaba la sala de espera a modo de improvisado comedor para no levantar posibles envidias entre los compañeros de refugio, algunos de los cuales estaban en peor situación aún. Luego, si el día había traído alguna pequeña satisfacción económica, se permitía una copa del coñac más barato que le servían en la todavía abierta cafetería.

Habilitó una cama hecha de cartones y un par de trozos de gomaespuma que escasamente reunían el tamaño de un colchón pequeño y, sin saber por qué, con las llaves encontradas asidas en una mano, se dispuso a la espera del sueño que aquella noche tardó en llegar más de lo habitual. Se enredó en tratar de adivinar la vivienda a la que podría acceder con ellas; imaginaba ocuparla sin que nadie le pudiera reclamar alquiler alguno, servirse de algún mueble abandonado para hacerla más acogedora, incluso volver a tener una televisión delante de la cual pasaría las tardes sin tener la obligación de ir de un lado para otro por no tener un lugar donde quedarse.

Aquella quimera siempre terminaba de igual forma. El cántaro de las ilusiones se rompía inevitablemente cuando trataba de materializar el deseo de algo parecido a un hogar. No tenía otro dato que no fuera el de “2ºB”, ninguna pista de la calle y aún de la zona, no tenía nada más allá de los sueños. Y así, durante las siguientes tres noches, mientras digería el habitual bocadillo regado con un deficiente destilado de alcohol.


Un coche se precipitó hacia el espacio que dejaba otro, en esa disputa tribal por los medios que posee el grupo cuando estos son escasos. Del automóvil se apeó una joven que inmediatamente se dirigió al portal enfrente del cual había conseguido aparcar; sin duda hoy era su día de suerte. Antes de acceder al inmueble, la mujer tuvo que retroceder unos pasos para recuperar un bolígrafo que se le había caído de una cartera mal cerrada que apretaba contra el pecho. Tampoco se fijó de manera especial en ella como hubiera hecho de haber reclamado su interés; tenía mucho tiempo para fijarse en las personas y en la cosas, si estas, por la razón que fuera, llamaban su atención.

En cambio su cabeza retuvo la imagen de la caída del bolígrafo en ese momento que el cuerpo pierde la compostura al bajarse del coche, cuando los movimientos son más forzados y las manos no son suficientes si además cargas con objetos no debidamente compartimentados. En principio no entendió por qué su intuición había salvado de la indiferencia aquel gesto, aquella secuencia: vehículo, caída del objeto, que bien pudiera haberse traducido en pérdida, y entrada al edificio.

Aquel día no hizo intención de compartir la mesa con nadie en el modesto restaurante donde por cinco euros tomaba un primero, un segundo y una pieza de fruta como postre. Se entregó a la dulce y confusa sensación de cómo la anécdota de la apresurada joven había retenido su atención y, mientras miraba sin ver el texto exhibido en una pizarra con el logo de “Coca-Cola”, se le ocurrió que las llaves podían pertenecer a uno de los edificios próximos al lugar donde las encontró. No se demoró, como en tantas otras ocasiones, en una sobremesa solo justificada por la eternidad de una tarde sin actividad alguna. Asegurándose que las llaves continuaban en el bolsillo, en donde las había guardado después de despertarse con ellas apretadas en su mano, se dirigió hacia el centro de la ciudad, hasta llegar al semáforo, a esas horas mucho más necesario que por la noche, cuando las luces cambiaban sin venir a cuento y solo por una especie de hábito adquirido durante las horas diurnas.

El portal situado frente al lugar donde recogió las llaves fue el elegido. Esperó que se produjera una ruptura en la secuencia del interminable flujo de personas y probó con la llave intermedia… No logró introducirla en la cerradura, evidentemente el intento había resultado fallido. Probó de manera inmediata en el portal contiguo obteniendo la misma desoladora respuesta. Pensó en seguir probando en todos los edificios próximos, pero la prudencia que da el sobrevivir en la calle le advirtió que, quizás, podría levantar sospechas. Se alejó por calles anejas con la certeza de volver al lugar y continuar la búsqueda.

Con la noche remitía el paso de viandantes por la zona. Probó de manera infructuosa en dos cerraduras mientras la desesperación empezaba a hacer mella en un ánimo espoleado por la esperanza del éxito durante toda una tarde de paseos hacia la nada y vuelta hasta ninguna parte. En la acera de enfrente, lo intentó a la altura de la alcantarilla inutilizada en una tarde como la de hoy, aún desagradable pero sin la lluvia de jornadas anteriores. El edificio era más modesto que los inicialmente visitados, más antiguo, un local comercial en los bajos con profusión de carteles indicando el deseo de sus dueños por alquilarlo y unos números de teléfono con los que contactar. Irremediablemente y como hacía casi siempre que se fijaba en una matrícula u otro grupo de dígitos cualquiera, procedió a sumarlos de manera instintiva y vertiginosa. El resultado de sumar las nueve cifras de los teléfonos que se anunciaban, uno fijo y otro móvil, era el mismo, en ambos casos el total de las sumas era cuarenta y tres. Una casualidad que no tenía por qué significar nada.


Esperó unos instantes aún, hasta que una señora con aspecto de aburrida y malvestida para la ocasión se alejara con su perrito en lo que parecía el paseo obligado y cotidiano a la espera de la micción canina. A continuación la cerradura respondió a la pretensión de la llave, el pestillo saltó y la puerta quedo liberada a la vez que el oscuro portal se iluminó mediante alguna célula sensible al más mínimo movimiento. El corazón empezó a latir más deprisa, como llamando a arrebato, a salir corriendo, pero controló la situación y acercándose a los buzones aún pudo comprobar que el correspondiente al “2ºB” no tenía nombre alguno y parecía acumular publicidad de muchos días sin que nadie se preocupara de retirarla. No se atrevió a seguir por más tiempo en aquel lugar; aparentando tranquilidad salió del edificio y se alejó de allí, aquella noche se fue directamente a la nave-dormitorio sin pasar por la estación, sin tomar esa copa a la que solía referirse como el somnífero.

Continúa...

Miguel Angel Frechilla
(*) Imagen


27 comentarios:

  1. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

    ResponderEliminar
  2. Llaves que abren puertas y también historias que no sabes dónde te pueden conducir. Es posible que ni el propio autor fuera consciente en un primer momento de lo que pudiera ocurrir después. A veces pasa que la historia se va haciendo mientras la piensas. Alguna vez me ha ocurrido. A lo mejor la idea base estaba agazapada en algún recoveco escondido del cerebro y espera que una mano vaya sacándola a la luz poco a poco.
    Creo que me he puesto un poco becqueriano.
    Y, bueno, veremos cómo termina el relato.
    Un saludo, Ana María.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. A ver si el autor nos aclara al final cuál fue su sistema de composición, que ignoro. Por ahora yo tengo mi sensación, que comentaré en la próxima entrega.

      Eliminar
  3. Su insistencia en pensar de donde podría ser aquella llave lo llevó a la buena puerta, pero su prudencia no lo dejó descubrir lo que estaba detrás de la buena puerta, así que esperando la próxima publicación para saber la intriga de la historia.
    Un abrazo.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. La realidad es que cada lector piensa una continuación diferente al relato, todas posibles.
      Besos, M.P.R.


      Eliminar
  4. Con esa perseverancia , al final pudo dar con la puerta...Un relato que no deja de tener una moraleja, vamos a ver si su instinto no le falla y esa puerta le abra muchas más...

    Esperando saber más, porque cuantas cosas no ocurren por pura casualidad como el caso de este pobre hombre, que tanto añora un lugar donde poder vivir.

    Un beso feliz semana.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Bertha, si uno se para a pensar, ¿qué haría? ¿Intentar abrir?

      La verdad es que hace falta valor o una buena dosis de desesperación para tomar una decisión así.

      Eliminar
  5. La llave promete premios que no sé si al final llegarán. Es triste pensar que hoy hay tantas personas en la desdichada situación del protagonista del relato, en busca de una llave que les abra la puerta, siquiera, a la dignidad de vivir bajo un techo y de tener un plato de comida.

    Feliz tarde

    Bisous

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Esa es otra.
      Tomar un instante para imaginarse a uno mismo sin esas mínimas condiciones de vida que nos otorgan la dignidad, que mejor o peor, siempre hemos conocido.

      Eliminar
  6. Hola Ana:
    Me ha gustado mucho. La perseverancia tiene su recompensa, que a veces no sabemos esperar.

    Puerta van y vienen, pero solo con la llave, se abre la correcta...

    Besos

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Señor Doc. Aún está por ver si la tercera llave responderá al planteamiento del individuo Sin Techo y Sin Nombre que nos propone su autor.

      Eliminar
  7. Me suena a cuento con final feliz. Unas llaves perdidas, una persona en la calle que observa, una puerta que se abre, un buzón sin remitente... miembres para una historia que debería darse todos los días sin necesidad de recurrir a la fantasía.
    Un beso

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Sentarse a observar lleva a ciertos individuos –a mí misma- a muchas elucubraciones. Sólo se precisa tiempo e imaginación.

      A dónde nos llevará todo eso en esta ocasión, está por ver, señora.

      Eliminar
  8. Parece la historia de una esperanza. ¿Pero una esperanza de qué?
    Lo veremos.
    Un abrazo, Ana María.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Buena pregunta, amigo DLT. Que me he hecho yo misma al leer su comentario.

      Y como el autor es palentino, la respuesta la tengo muy clara.

      Eliminar
  9. Me ha dejado muy intrigada este relato que quizá retrata un problema muy actual con la llegada de la tan famosa "crisis".
    También puede tener otra lectura, leyendo el texto de Rayuela y lo que significa la puerta que se pueda abrir para facilitar el tránsito hacia la esperanza.
    Esperemos el desenlace.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Al margen del momento, nuestra vida es una continua elección, mayor o menor. A cada paso debemos decidir algo. Que podrá cambiar nuestra vida, o no significar nada.
      Pero, quién lo sabe…

      Eliminar
  10. Toda llave abre una puerta y toda puerta lleva a algún lugar... en este caso no lo sabemos aún, pero yo pienso que todo sucede por algo y el desenlace será para bien.

    Esperaremos a ver que pasa.

    Un abrazo.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Le pase lo que le pase, yo estoy con el protagonista, al menos él ha intentado cambiar su suerte.
      Y esa es la aventura de vivir.

      Eliminar
  11. Fuiste a mi blog pero hasta hoy no te he devuelto la visita y de corazon te digo que ha sido un placer hallarte.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Querida Mª Ángeles, gracias por pasarte por aquí.
      Igual cualquier día nos encontramos en un coloquio filosófico-divino-intelectual sobre "Los Bingueros".

      Eliminar
  12. Vengo dirigida por Cayetano Egea que en su blog nos habló de tu último libro,y descubro una maravilla de historias y con tu permiso pienso volver me gusta mucho.
    La llave de esta historia nos traslada a momentos lejanos vividos por sus personajes, ahora toca adivinar que pasará con ellos en la próxima entrega.
    Un saludo Ana y prometo regresar, si quieres pasarte por mi blog y dejar constancia de tu paso te ofreceré un café virtual.
    Puri

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Ya puedes ir preparando el café. Me gusta tu alias y agradezco tu visita.
      A ver qué te parece la segunda parte.

      Eliminar
  13. Olá Ana,
    Com você estou acompanhando este relato de Miguel Ángel Frechilla Alonso, com quem, por seu intermédio, travo o meu primeiro contato. Um texto enxuto e por isso agradável, como se pode ver neste trecho:

    "La única señal que se agitaba entre el ruido de los espaciados coches que aún circulaban, era el murmullo continuado de una ligera corriente de agua al discurrir entre el asfalto de la calzada y el granito del bordillo de la acera [...]"

    Um boa semana.
    Abraços.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. La sensación de exclusión del protagonista es palpable. La desnudez anímica. El frío, las pequeñas alegrías en una vida desprovista de estímulos, todo ese universo de soledad urbana que Hooper tan bien nos muestra. Y encima sin traje ni sombrero.
      Lo mismo te deseo.

      Eliminar
  14. ¡Cuántos experimentarán esa misma sensación!
    Me he perdido parte del relato, ahora lo voy a continuar.
    Cariños.
    kasioles

    ResponderEliminar