RELATO
Original de
Ana Mª Ferrin
Finalizada su
restauración, en mayo pasado abrió sus puertas al público el refugio antiaéreo
que se construyó durante la Guerra Civil en la Central de las Aguas de
Cornellà de Llobregat, en Barcelona.
Hoy Joan y
Pepita en una conjunción de coloridos, azul oscuro en las ropas y blanco en sus
cabellos, caminan mientras a sus espaldas el sol va formando una aureola que
los enmarca. A ojos de quienes los ven pasar, son dos veteranos. Sin embargo,
para ellos mismos siguen siendo la
pareja adolescente que un lejano día de 1938 cruzaron por primera vez sus
miradas bajo el amparo de los túneles que los protegían de un bombardeo. A
pesar de los avatares vividos nada ha cambiado para ellos y siguen siendo eso,
dos enamorados atravesando juntos la historia de este país, que en el tiempo transcurrido hasta 2015 ha experimentado un remolino de cambios.
Imágenes del Refugio Antiaéreo de las Compañía de Aguas. Cornella de Llobregat, Barcelona (*) |
En el transcurso
de tres años desechables, las vidas de la ciudad quedaron prendidas de
la supervivencia entre carreras hacia el refugio antiaéreo.
Vía abajo, casi tocando a donde siendo unos adolescentes se acogieron un día con sus familias huyendo de las bombas, se conserva este símbolo que la pareja sigue sintiendo sagrado. Allí pasaron muchas horas decisivas explorando sus miradas entre el miedo y la esperanza, en una evasión romántica. Tumbados en el suelo, gestando una relación que iluminaba de esperanzas una realidad sombría para la que nunca dudaron de si existiría un mañana.
La
experiencia les quedó fijada en sombras de color sepia, pero parece mentira
cómo los olores forman archivos en nuestra memoria porque el verdadero cuadro
no se entendería sin los registros olfativos formados a partes iguales de
humedad, tierra, cloacas, sudor. Y un punto de leche agria apelmazada en las
blusas, en los camisones cubiertos por una chaqueta de urgencia de aquellas
madres que arrastraban solas a sus hijos y en cuyos ojos podía leerse el
desgajo emocional que vivían, con los hombres en el frente.
Te-qui-e-ro
Te-qui-e-ro
Ajenos al mundo que se desmoronaba, el furtivo morse adolescente de Joan y Pepita se abría paso bajo las mantas en alguna ocasión de afortunada cercanía. Sin haber cruzado aún una palabra, tratando de buscar la presión de una mano, un dedo. Minúscula porción de piel sobre la que depositar dentro de un pellizco la promesa de un encuentro, amor de trece años macerado a distancia, hecho de miradas, con la inconsciencia inocente de no sentirse involucrados en el terror. El tiempo no siempre discurre con la misma cadencia. Allí dentro las horas cimbreaban con galvana entre el vaho maloliente, abriéndose paso un tierno instinto de supervivencia a través del polvo verdoso que penetraba lentamente tras los bombardeos.
Nunca. Joan y Pepita saben que nunca volverán
a vivir sensaciones tan intensas como las de aquellas horas pasadas entre los muros de tierra y ladrillo. Vivir, ver, sentir. Y oír. En la penumbra, una
forma de ahuyentar el miedo eran los silbidos que aparecían de repente, suaves,
iniciando una melodía.
Una noche mágica, un estudiante de violoncelo
se desplazaba acarreando su instrumento por las cercanías cuando se dispararon las
sirenas que urgían a cobijarse. Por el aspecto del músico podía entenderse que
aquella gran pieza de cerezo era toda su fortuna y muy posible, la razón de su
vida. Ya había bajado toda la gente, cuando por último entró el estudiante con
su chello colocándose justo en el minúsculo espacio de la entrada.
Los bramidos de los impactos eran
especialmente atronadores y como defensa, igual que en otras ocasiones, aquella
noche alguien desde dentro empezó a tararear bajito, mi-la-si-do-re-mi...la-sol-mi-fa-sol-mi, los primeros acordes de El Cant dels
Ocells. La pieza popular que más adelante estrenaría Pau Casals cantada en un
limpio silabario por la joven madre que acunaba a un niño dormido, aún con la boca colgada del pecho materno.
Al poco, desde el umbral de la calle las notas
solemnes del instrumento empezaron a colarse hacia abajo haciendo levantar el
rostro a los refugiados. Todos eran conscientes de que el sonido era algo
inconveniente en aquellas circunstancias, pero existen instantes en la vida de
las gentes desesperanzadas en que la olla precisa soltar algo del vapor
acumulado, para evitar la explosión del recipiente. Allí, entre las paredes
rezumantes de humedad en que se apretujaban con la urgencia de la protección,
con los ojos cansados de tanta vigilia y de tanta hambre, las notas de aquella
composición creada para la paz lograban fabricar un remanso de esperanza.
El murmullo que se convertía en arroyo musical
brotaba de unas bocas demasiado calladas en la realidad cotidiana, de unos
seres zarandeados a merced de intereses que no podían controlar. Descubriendo que el llanto más convulso también puede
amordazarse y ser tragado, púa hincada en un pliegue del alma, por muchos
compañeros ocasionales que coincidían en el refugio y soltaban en aquel aire
viciado un leve canto, muchas veces coreado sin abrir los labios.
Fue en una de esas ocasiones que se oyó una
voz canturreando muy bajo, en una lengua extraña que parecía arrancada de las
profundidades. Un chascar de dedos, y el recinto quedó transformado en un arrabal
de Nueva Orleáns dominado por el blues, ese género que según el ritmo que se le
dé puede oírse en una iglesia o un burdel. Tristeza, alma. Y nostalgia. Todo
ello rebosaba la voz del brigadista internacional afroamericano.
Las notas iban escalando tonos,
transformando al joven corpulento con cara de niño hasta hacer visible la
imagen del hombre que había perdido la inocencia en las sórdidas complejidades
de una guerra extraña. Su voz grave transmitía dudas y anhelos en una
superficie de aparente tranquilidad donde, a la vez, podía sentirse el profundo bullir de ira y rencor acumulados. El
militar solía sentarse apoyando la espalda contra la pared, envolviendo en sus
brazos a una joven miliciana gallega con la que intimó en días de vino y
metralla, hasta que juntos decidieron escapar de las batallas que se libraban
en el frente de Aragón, plantándose en Barcelona.
La estatura del hombre superaba en mucho a
los barceloneses que lo rodeaban y resaltaba todavía más por la frágil
apariencia de su compañera, muy rubia y blanca, semi oculta tras los brazos oscuros y poderosos que la
rodeaban. Aparecieron varios días por el refugio contando sus proyectos casi al final de la guerra,
pero sabe Dios cuál sería el destino reservado para la insólita pareja.
Hartos de ser una curiosidad para unos y
otros, pensaban cruzar a la tierra prometida de Francia con la intención de
emprender una nueva vida. Ignorando que ya en 1939, Hitler se paseaba con
sus negras botas bien lustradas alrededor de una mesa cubierta por mapas,
clavando banderitas rojinegras sobre un nombre sugerente: París. La existencia
de aquellos singulares personajes debió seguir su camino dando tumbos
hacia donde nadie sabe, una historia más entre las muchas engullidas por dos
guerras europeas encadenadas en menos de una década.
Todos los que coincidían en el pasadizo
tenían una dura historia, negros
presagios desconocidos para los
adolescentes Joan y Pepita bajo el empedrado de una calle cualquiera.
Para ellos dos, habitantes de una
galaxia utópica, unidos en la
distancia y aislados entre aquel colectivo agotado por el frío y las carencias, lo
único real eran sus miradas que no sabían de penas. Pupilas enlazadas, convertidas en
cometas escapadas al espacio por los respiraderos del refugio, logrando encontrar el camino al Paraíso.
Viendo el refugio antiaéreo, me has hecho recordar sin querer el búnker excavado bajo la cancillería de Berlín, donde Hitler y un puñado de perros fieles pasaron las últimas semanas de su vida, ese mundo de hormigón armado que tan bien supo reflejar la película "El hundimiento", con un Bruno Ganz fantástico en su papel. Solo que en el caso que nos traes hoy, el amor, mezclado con la necesidad de abrigo y contacto humano, sustituye con su calor la frialdad de esos muros tremendamente castigados por los obuses.
ResponderEliminarUn saludo, Ana.
Cayetano, tanta tragedia como se vivió entonces y de poco sirvió porque el mundo no aprendió nada.
EliminarNo he visto la película, sí al estupendo Bruno Gantz en El cielo sobre Berlín.
Esas imágenes son tan frías como sus muros en ellas hay tantas vivencias de los que estuvieron en sus días y cuantas bellas palabras salían para reconfortar a las personas junto a ellos y decir a los suyos el amor que cada uno llevaba encerrado dentro de sus pensares.
ResponderEliminarUn abrazo.
Creo que cada uno podemos imaginar que habríamos hecho en una circunstancia así, de encontrarnos con aquel/lla vecin@ adolescente que mirábamos de reojo.
EliminarUn beso, Mari-Pi
Qué hermoso texto. Hemos llenado nuestros sentidos con la magia de sus letras: sonidos, olores, tacto... Y esa sensación de que todo se vuelve más intenso cuando sabemos que puede terminar en un instante. Incluso en las jornadas más terribles se pueden extraer momentos por lo que vale la pena vivir.
ResponderEliminarFeliz tarde de domingo.
Bisous
Esas experiencias terribles deben ser los que más hagan batir al corazón. Pensar que en cualquier momento puede acabar todo da escalofríos…
EliminarCuantas ficciones puede inspirar un refugio de aquellos. Cuantas historias reales pueden guardar esas bóvedas. Aquí en Valencia hay muchos aún. Abandonados casi todos, pero algunos en uso, Uno de ellos ha sido casal de una comisión fallera durante años. Y aún se encuentran. Hace poco en la construcción de una linea del metro hallaron uno, Parece que pudo preservarse.
ResponderEliminarUn abrazo, amiga Ana María.
Me alegro del uso que se le dio. Pocas cosas habrá más contrapuestas a la tragedia de tener que hacinarse, ocultándose de las bombas, que la alegría de una reunión de valencianos ¡y encima, falleros!.
EliminarUn abrazo, amigo DLT.
Hola Ana María:
ResponderEliminarGracias por pasar por mi rincón. Veo que tenemos amigos en común. No sabía lo de Gaudí y la momificación.
Me ha gustado el relato. Me recordó cierto sótano que visitaba de pequeño, en Caracas...Decía que tenía que ver con las torturas de la dictadura de Juan Vicente Gómez (desde 1908-hasta 1935). Cuantas historia similares a la que ha contado habrán en aquel sótano...
Saludos
Diría que muchísimas historias. Y variadas, de humor, amor, terror. Hay países que parecen creados para la literatura.
EliminarSaludos.
Olá, Ana.
ResponderEliminarExcelente a sua postagem (AMOR EN EL REFUGIO. 1938), dando-nos a conhecer esse refúgio anti-aéreo, de uma época que esperamos não mais se repita na Espanha de Picasso, de Goya, etc.
Um ótimo final de semana.
Abraços.
Eso espero yo también. Lo malo es que además de los genios que nombra, tenemos otros individuos sin ningún talento empeñados en pasar a la Historia. Y la mediocridad acomplejada es capaz de todo, amigo Luso.
EliminarHe estado pasando unos días en Cartagena y, una vez allí, nos enteramos de que existía un refugio antiaéreo visitable. Nos armamos de valor (nunca habíamos visto uno) y nos acercamos. La experiencia es indescriptible. Mil imágenes se desbordan en tu imaginación mientras recorres esos laberintos que recreas con cientos de personas huyendo de la muerte. Lo recomiendo a todo el mundo y, sin duda, visitaré este que nos recomiendas.
ResponderEliminarUn beso
Esa visita es uno de los estímulos más potentes que pueden vivirse para disparar la imaginación. Aquí se han recuperado varios y qué bien te entiendo, Carmen.
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