Al Dr. Victor Julio Marí
Balcells, quien
durante una entrevista
en 2004 para
Historia16, me
habló de Semmelweiss.
................
…Me habría gustado
mucho que mi descubrimiento fuese de orden físico. Porque se explique la luz
como se explique, no por eso dejará de alumbrar, ya que en nada depende de los
físicos. Pero, por desgracia, mi descubrimiento depende de los tocólogos... ¡Asesinos! Llamo yo a todos los que se
oponen a las normas que he prescrito para evitar la fiebre puerperal. ¡Contra
ellos me levanto como resuelto adversario, tal como debe uno alzarse contra los
partidarios de un crimen! Para mí no hay otra forma de tratarles, que como
asesinos. ¡Y todos los que tengan el corazón en su sitio pensarán como yo!… No es necesario
cerrar las salas de maternidad para que cesen los desastres que deploramos,
sino que conviene echar a los tocólogos, ya que son ellos los que se comportan
como auténticas epidemias…
Y con esto ya está todo
dicho…
Fragmento de la carta enviada por el médico Ignaz Semmelweiss
sobre 1854, a todos sus colegas profesores de obstetricia.
sobre 1854, a todos sus colegas profesores de obstetricia.
Escena de la disposición de Semmelweiss sobre el lavado de manos, que le valio la expulsión. (Imagen de la portada de la revista Enfermedades Emergentes Efectious. Vol. 7, nº 2, 2001) |
A los 39 años, en 1857, el doctor Semmelweiss |
¡LÁVENSE LAS MANOS!
Publicado en Gaudí y Más. 13 de febrero de 2016
La de Semmelweiss fue una vocación apasionada que le había hecho enfrentarse a la voluntad paterna de que estudiara abogacía militar, abandonando las leyes y matriculándose a los 19 años en la Facultad de Medicina de Viena, donde completó su doctorado en obstetricia en enero de 1846. Tres de sus profesores en el Hospital General de Viena, los doctores Carl von Rokitansky, Joseph Skoda y Ferdinand von Hebra, saben la profundidad de sus observaciones y serán un constante apoyo en su carrera. Empieza a trabajar con el primero en el estudio de las infecciones quirúrgicas, un campo desconocido para él, que le entusiasma.
Sólo un mes más tarde, con sólo 28 años ya era el asistente del más famoso profesor de ginecología, Johann Klein, tenido por renovador en la gestión hospitalaria, ya que había hecho separar en dos salas a las futuras madres al ser nombrado director de la Maternidad del Hospicio General de Viena. En una, de pago, eran atendidas por médicos y estudiantes. Y en otra, pública, por parteras a las que se les proporcionaba una leve capacitación. Tras conseguir el puesto, el joven doctor envía a su familia un emocionado mensaje: -Me embarga la felicidad...
No pasa mucho tiempo hasta darse cuenta de la sombría realidad en forma de muertes rápidas, que golpea diariamente las camas de su pabellón. Noche tras noche, el repetido sonido de la campanilla anunciando el paso del sacerdote con el viático, retumbaba en su cabeza. La angustia del joven doctor sólo era comparable al cansancio provocado por el insomnio.
Sólo un mes más tarde, con sólo 28 años ya era el asistente del más famoso profesor de ginecología, Johann Klein, tenido por renovador en la gestión hospitalaria, ya que había hecho separar en dos salas a las futuras madres al ser nombrado director de la Maternidad del Hospicio General de Viena. En una, de pago, eran atendidas por médicos y estudiantes. Y en otra, pública, por parteras a las que se les proporcionaba una leve capacitación. Tras conseguir el puesto, el joven doctor envía a su familia un emocionado mensaje: -Me embarga la felicidad...
Porque, ¿Cómo asumir que esa mujer joven y vital a la que un par de semanas atrás había ayudado a dar a luz, dejándola después descansar feliz con su hijo al lado, de un día para otro quedaba transformada en un ser agonizante con el vientre hinchado y consumida por el dolor, debatiéndose entre el delirio de una fiebre extrema? Con la constante persistencia, igual que todas las demás pacientes que acababan muriendo en pocos días, del hedor insoportable que las envolvía como un halo.
El observador Sommerweiss pronto captó que la mortandad iba adueñándose de la primera sala del establecimiento, convirtiéndose en una auténtico espacio de terror donde alumbrar era jugar a una ruleta rusa con tres balas y donde un tercio de las parturientas desaparecían antes de un mes. No así la segunda sala, atendida por comadronas, con un minúsculo porcentaje de fallecimientos. El tema se soslayaba cuando Semmelweiss insistía en conocer qué causaba aquella enfermedad a la que llamaban fiebre puerperal, recibiendo sus preguntas las respuestas más peregrinas.
Desde 1795, médicos de varios países habían seguido el problema llegando a la conclusión de que la solución era la asepsia, sin que en ninguno de los casos se aceptaran sus propuestas. El joven médico desconocía esos trabajos, por lo que no dejaba de consultar a los principales nombres de la obstetricia vienesa. Según ciertos entendidos, la dolencia era debida a la abundancia de leche materna, que se corrompía. Pero igual podía tratarse de una enfermedad atmosférica (transmitida por el aire), telúrica (por la tierra), cósmica (por los cambios de temporada), por miasmas (materias en descomposición), o quizá, por el incienso que portaba el sacerdote. También, podía deberse a la ropa sucia, a la dieta, la poca o mucha ventilación... O en caso de que la madre fuese soltera, quizá la depresión causada por su situación la llevaba a enfermar... entre otras hipótesis de nula base científica.
La transmisión de su concepto de la asepsia como el más importante remedio contra el contagio de infecciones, fue tomada por el doctor Klein como una ofensa. Ya que a él nunca se le había ocurrido tal cosa, denegó el permiso. ¿Cómo se atrevía aquel jovenzuelo a enmendar la plana a los profesores? -Qué tontería -responde a su ayudante-. El problema es la brusquedad de los estudiantes extranjeros al examinar la vagina de las pacientes. Eso las hace enfermar de vergüenza... Húngaro de Pest e hijo de alemanes, Ignaz Semmelweis captó la acusación indirecta y no replicó. Pero desoyendo el comentario soez del superior y dirigiéndose directamente a la sala donde prestaba sus servicios, mandó instalar una jofaina con agua, jabón y toallas, ordenando que todos los médicos sin excepción se lavaran las manos antes de examinar a las parturientas, incluido el doctor Klein. El resultado de su atrevimiento fue que pocos días más tarde era despedido de su puesto en el hospital.
...Cuando
se haga la Historia de los errores humanos se encontrarán difícilmente ejemplos
de esta clase, y provocará asombro que hombres tan competentes y tan
especializados, pudiesen en su propia ciencia ser tan ciegos, tan estúpidos...- escribe Ferdinand von Hébra.
Aquí un punto de inflexión para Semmelweiss, en el que unos brotes agresivos aparecen por primera vez en su comportamiento. Se siente impotente y denostado, obligado a dejar sus pacientes y volver a su tierra natal, a Budapest, donde no conoce nada del ambiente médico y malvive como puede. Sus compañeros de Viena pierden contacto con él y sólo meses después, será su gran amigo el doctor Markusowsky quien lo encuentre caminando por la capital húngara en una situación penosa, casi viviendo en la indigencia y con un brazo y la pierna izquierda fracturados a resultas de dos accidentes. El amigo lo acoge y lo cuida logrando que vuelva a tomarle aprecio a la vida, pero no consigue que se presente ante el doctor Birley, Director de la Maternidad del Hospital de San Roque, que se había ofrecido a proporcionarle una plaza como suplente.
Es entonces cuando se produce el hecho desgraciado que lo decidirá a volver a la profesión en Budapest. Sucede que el profesor Michaellis seguidor de las teorías de Semmelweiss, en un día agobiado de trabajo, tras explorar a tres enfermas de fiebre puerperal es llamado por su familia para que atienda el parto de una prima suya. Con las prisas olvidó lavarse, haciendo de transmisor de la enfermedad y contagiando a su prima, que murió rápidamente. Al comprender que había sido el causante, Michaellis no pudo soportar el sentimiento de culpa y se suicidó. Muy conmovido al saber la noticia, Semmelweiss retoma la Medicina aceptando el pequeño trabajo de dos meses que le habían ofrecido.
Entre 1850 y 1856, con sus altos y bajos, nuestro médico se va aclimatando a su nueva tarea a la vez que consigue escribir su conjunto de medidas para evitar las infecciones, y editarlo. Muere el profesor Birley y para sustituirlo en el cargo de Director, es nombrado Semmelweiss.
Después de vivir esos años tranquilos, comenzó por enviar a sus colegas vieneses con los que se había relacionado y rechazaron sus ideas, cartas acusadoras y ofensivas llamándoles asesinos. A pegar por los muros de Budapest, avisos para que las embarazadas se apartaran de los médicos. A parar a las parejas rogando a los maridos entre lágrimas, que apartaran a sus mujeres de los doctores, en escenas cada vez más patéticas. Sobre 1859 el caso se desbordó, y a la fuerza, entre gritos y alucinaciones, Semmelweiss es internado en una clínica psiquiátrica.
En abril de 1865 se encontraba todavía en el centro. Su comportamiento parecía haber recobrado la lucidez y los especialistas aconsejaron su salida, para lo cual su amigo Skoda le anunció que viajaría desde Viena a Budapest para llevarlo con él de vuelta a la capital austriaca, y allí, entre su gente querida, reintegrarse paulatinamente a la vida normal.
Pero la mejoría no era tal. En una mañana de abril, cuando salía a dar un paseo por las cercanías de la clínica, se entera de que las muertes postparto seguían sin que acabaran de ponerles freno y eso provoca en él una reacción extrema.
Se presenta en una sala de disección de la Facultad húngara donde los estudiantes asistían a la autopsia de una paciente, fallecida a causa de lo que él tanto había luchado por erradicar. Accede a la primera fila de alumnos y ante la sorpresa general, arranca un bisturí de manos de quien estaba impartiendo la clase, da un gran tajo en el abdomen del cadáver tendido en la mesa y empieza a escarbar en su interior. El grupo está aterrorizado pero nadie tiene el valor suficiente para detenerlo, cuando Semmelweiss efectúa una acción que echa a todos hacia atrás, sajándose muñecas y antebrazos que pasa a frotar y remover en el vientre abierto de la mujer, profiriendo gritos contra los médicos indignos que no paraban la sangría de aquellas madres que continuaban muriendo.
Reducido, es internado e inmovilizado en un manicomio, al que pronto acude Joseph Skoda haciéndose cargo de él y llevándoselo a Viena, llegando a la ciudad el 22 de junio. Un mes más tarde, no hay duda de la evidencia del contagio. Sus antiguos compañeros lo atienden en la cama de un hospital en la que, como el enfermo sabía muy bien, su agonía duró las tres semanas perceptivas en las que los seis pasos tan combatidos por él: fiebre, linfagitis, peritonitis, pleuresía, meningitis y muerte, acabarían con su vida de 47 años, el 16 de agosto de 1865.
Ana Mª Ferrin
El observador Sommerweiss pronto captó que la mortandad iba adueñándose de la primera sala del establecimiento, convirtiéndose en una auténtico espacio de terror donde alumbrar era jugar a una ruleta rusa con tres balas y donde un tercio de las parturientas desaparecían antes de un mes. No así la segunda sala, atendida por comadronas, con un minúsculo porcentaje de fallecimientos. El tema se soslayaba cuando Semmelweiss insistía en conocer qué causaba aquella enfermedad a la que llamaban fiebre puerperal, recibiendo sus preguntas las respuestas más peregrinas.
Vista del grandioso Hospital de Viena en 1784 |
Imagen de la época con un grupo de médicos internistas tras una autopsia. |
Nombres
destacados de la Escuela
de Medicina de Viena.
Principal Centro
de Investigación y Enseñanza en el siglo XIX.
Ignacio Semmelweiss, Pionero de la Asepsia , De pie, 4º iz.
Carl von Rokitansky ,Pionero de la Patología Humoral.
De pie, 3º iz.
Ferdinand von Hebra, fundador de la Dermatología , De pie,
1º der.
Joseph Skoda, Perfeccionó la
auscultación y percusión. Sentado, 2º der.
A
Semmelweis todo ese catálogo de errores no le convence y sigue sin poder serenar su espíritu. Las imágenes de las madres muriendo a diario van despejando
su mente y toma una decisión: no se resignará a convertirse en un pasivo
observador de la situación. Ya había antecedentes en otros puntos avanzados de la medicina sobre combatir las fiebres con la limpieza, pero en Viena, la llegada de una figura como Klein, el médico de la corte, se habían abandonado aquellas teorías. Armado sólo del sentido común, Semmelweiss continúa su
investigación y descubre que las tasas de mortandad aumentan de forma dramática llegando hasta el 96 % en 1846 (*), en las salas atendidas por estudiantes de Medicina tras sus sesiones de
anatomía.
La
observación de cómo varían las muertes en función de la presencia o no de los
estudiantes, le lleva a formular la siguiente hipótesis: Los alumnos deben transportar
algún resto de materia putrefacta, desde los cadáveres que diseccionan en sus
lecciones de anatomía hasta las mujeres a las que atienden en el parto, ya que ambas actividades siempre las realizan por ese orden. Con la urgencia de estar seguro de acercarse hacia algo de importancia
capital, comunica sus inquietudes a su superior, el doctor Joseph Klein, solicitando su
permiso para instalar un lavabo con jabón a la entrada de la sala de partos.
Así los estudiantes cuando acaben de realizar las autopsias y suban a examinar
a las embarazadas, podrán lavarse las manos y realizar esa operación con la
debida higiene.
Jakob Kollestchka |
Ferdinand von Hebra |
Carl von Rokitansky |
Joseph Skoda |
La transmisión de su concepto de la asepsia como el más importante remedio contra el contagio de infecciones, fue tomada por el doctor Klein como una ofensa. Ya que a él nunca se le había ocurrido tal cosa, denegó el permiso. ¿Cómo se atrevía aquel jovenzuelo a enmendar la plana a los profesores? -Qué tontería -responde a su ayudante-. El problema es la brusquedad de los estudiantes extranjeros al examinar la vagina de las pacientes. Eso las hace enfermar de vergüenza... Húngaro de Pest e hijo de alemanes, Ignaz Semmelweis captó la acusación indirecta y no replicó. Pero desoyendo el comentario soez del superior y dirigiéndose directamente a la sala donde prestaba sus servicios, mandó instalar una jofaina con agua, jabón y toallas, ordenando que todos los médicos sin excepción se lavaran las manos antes de examinar a las parturientas, incluido el doctor Klein. El resultado de su atrevimiento fue que pocos días más tarde era despedido de su puesto en el hospital.
Aclaremos
que a pesar de no decidirse a seguir los pasos del joven doctor y comprometerse apoyando su
tesis en voz alta, varios compañeros de estudios y profesores sí veían coherente su
razonamiento, entre ellos Rokitansky, von Hebra y Joseph Skoda. En especial éste último, mientras trata de que Semmelweiss sea readmitido logra alejarlo de la ciudad consiguiéndole un viaje de estudios por Italia que duraría dos meses.
Mientras dura el viaje, el profesor de anatomía Jakob Kolletschka enferma tras una autopsia donde uno de sus alumnos le produjo un corte con el bisturí, mientras practicaba una disección a una madre fallecida por la fiebre, muriendo él mismo poco después con los mismos síntomas que la mujer. El rumor en las clases fue imparable. -Tras la muerte de Kolletschka la claridad se impuso en mí con tal evidencia que dejé de buscar en otros sitios. Aquel era sin duda el motivo de la transmisión-, declaraba Semmelweiss a sus antiguos condiscípulos al ser readmitido en el Hospital gracias a Skoda. Las bajas en la sala a su cargo caerán en picado del 27 al 0,23 % de forma inmediata.
-Virus, bacterias, hongos. Qué tontería, ¿alguien los ha visto? ¿no? Pues lo que no se ve, no existe- razona Klein. En ese contexto, a pesar de contar con los datos empíricos de su sala, Semmelweiss se desespera por no poder explicar la realidad que intuye, aún transcurrirán 30 años para que el microscopio la ponga al alcance de los médicos. Así, con el pretexto de la rigidez de unas normas para las que él no ha el dado permiso de dictar, y de que lavarse las manos con agua clorada es pernicioso, Klein consigue gracias a su autoridad y sus contactos poner en contra de Semmelweiss a estudiantes y enfermeros.
1849. Skoda y von Hébra se dirigen a la Academia de Ciencias, para comunicarles que el descubrimiento de Semmelweis presenta tal interés para el porvenir de la cirugía y de la obstetricia, que solicitan el inmediato nombramiento de una Comisión de Urgencia para examinar, con toda imparcialidad, los resultados que aquél ha obtenido. Pero la reunión académica se salda con un enfrentamiento de médicos entre insultos que termina a golpes, mientras Semmelweiss es destituido de nuevo y esta vez es el Ministro de Salud quien ordena su salida de Viena.
Mientras dura el viaje, el profesor de anatomía Jakob Kolletschka enferma tras una autopsia donde uno de sus alumnos le produjo un corte con el bisturí, mientras practicaba una disección a una madre fallecida por la fiebre, muriendo él mismo poco después con los mismos síntomas que la mujer. El rumor en las clases fue imparable. -Tras la muerte de Kolletschka la claridad se impuso en mí con tal evidencia que dejé de buscar en otros sitios. Aquel era sin duda el motivo de la transmisión-, declaraba Semmelweiss a sus antiguos condiscípulos al ser readmitido en el Hospital gracias a Skoda.
-Virus, bacterias, hongos. Qué tontería, ¿alguien los ha visto? ¿no? Pues lo que no se ve, no existe- razona Klein. En ese contexto, a pesar de contar con los datos empíricos de su sala, Semmelweiss se desespera por no poder explicar la realidad que intuye, aún transcurrirán 30 años para que el microscopio la ponga al alcance de los médicos. Así, con el pretexto de la rigidez de unas normas para las que él no ha el dado permiso de dictar, y de que lavarse las manos con agua clorada es pernicioso, Klein consigue gracias a su autoridad y sus contactos poner en contra de Semmelweiss a estudiantes y enfermeros.
1849. Skoda y von Hébra se dirigen a la Academia de Ciencias, para comunicarles que el descubrimiento de Semmelweis presenta tal interés para el porvenir de la cirugía y de la obstetricia, que solicitan el inmediato nombramiento de una Comisión de Urgencia para examinar, con toda imparcialidad, los resultados que aquél ha obtenido. Pero la reunión académica se salda con un enfrentamiento de médicos entre insultos que termina a golpes, mientras Semmelweiss es destituido de nuevo y esta vez es el Ministro de Salud quien ordena su salida de Viena.
El Hospital de San Roque, en Budapest |
Sepultura de Semmelweiss en el cementerio Kerepesi de Budapest. |
Memorial Semmelweiss en Orvostósteni, Museo de Historia de la Medicina, en Budapest. |
Portada de la obra del médico híngaro, De la Etiología, el Concepto y la Profilasis de la Fiebre Puerperal. 1861. |
Aquí un punto de inflexión para Semmelweiss, en el que unos brotes agresivos aparecen por primera vez en su comportamiento. Se siente impotente y denostado, obligado a dejar sus pacientes y volver a su tierra natal, a Budapest, donde no conoce nada del ambiente médico y malvive como puede. Sus compañeros de Viena pierden contacto con él y sólo meses después, será su gran amigo el doctor Markusowsky quien lo encuentre caminando por la capital húngara en una situación penosa, casi viviendo en la indigencia y con un brazo y la pierna izquierda fracturados a resultas de dos accidentes. El amigo lo acoge y lo cuida logrando que vuelva a tomarle aprecio a la vida, pero no consigue que se presente ante el doctor Birley, Director de la Maternidad del Hospital de San Roque, que se había ofrecido a proporcionarle una plaza como suplente.
Es entonces cuando se produce el hecho desgraciado que lo decidirá a volver a la profesión en Budapest. Sucede que el profesor Michaellis seguidor de las teorías de Semmelweiss, en un día agobiado de trabajo, tras explorar a tres enfermas de fiebre puerperal es llamado por su familia para que atienda el parto de una prima suya. Con las prisas olvidó lavarse, haciendo de transmisor de la enfermedad y contagiando a su prima, que murió rápidamente. Al comprender que había sido el causante, Michaellis no pudo soportar el sentimiento de culpa y se suicidó. Muy conmovido al saber la noticia, Semmelweiss retoma la Medicina aceptando el pequeño trabajo de dos meses que le habían ofrecido.
Entre 1850 y 1856, con sus altos y bajos, nuestro médico se va aclimatando a su nueva tarea a la vez que consigue escribir su conjunto de medidas para evitar las infecciones, y editarlo. Muere el profesor Birley y para sustituirlo en el cargo de Director, es nombrado Semmelweiss.
Aquel podría haber sido un punto decisivo para que el nombre de Ignacio Semmelweiss quedara unido en paz
a la Historia de la Medicina, ya que la mortandad femenina por sepsis puerperal
desaparece prácticamente en la sala que se encontraba bajo su vigilancia. Pero su
ascenso no es aceptado por diversos médicos que se creían con más derechos por
haber realizado su carrera en el centro, y se levanta una ola de resentimiento
contra él, como pasó en Viena, con un boicot que incluso lleva a que no se le entreguen
sábanas para el cambio de las camas.
Es aquí cuando el proceso da un vuelco que no está claro si se debió a un sentido de revancha llevado al límite. O si el motivo fue que empezó a padecer un trastorno psíquico como resultado del gran sufrimiento moral que soportó durante años, el caso es que su comportamiento se vuelve incoherente, con síntomas de perder la lucidez mental.
Es aquí cuando el proceso da un vuelco que no está claro si se debió a un sentido de revancha llevado al límite. O si el motivo fue que empezó a padecer un trastorno psíquico como resultado del gran sufrimiento moral que soportó durante años, el caso es que su comportamiento se vuelve incoherente, con síntomas de perder la lucidez mental.
Dos monumentos a Ignacio Semmelweiss. Superior, en Budapest, inferior, en Viena |
Una de las últimas imágenes de Semmelweiss. |
Después de vivir esos años tranquilos, comenzó por enviar a sus colegas vieneses con los que se había relacionado y rechazaron sus ideas, cartas acusadoras y ofensivas llamándoles asesinos. A pegar por los muros de Budapest, avisos para que las embarazadas se apartaran de los médicos. A parar a las parejas rogando a los maridos entre lágrimas, que apartaran a sus mujeres de los doctores, en escenas cada vez más patéticas. Sobre 1859 el caso se desbordó, y a la fuerza, entre gritos y alucinaciones, Semmelweiss es internado en una clínica psiquiátrica.
En abril de 1865 se encontraba todavía en el centro. Su comportamiento parecía haber recobrado la lucidez y los especialistas aconsejaron su salida, para lo cual su amigo Skoda le anunció que viajaría desde Viena a Budapest para llevarlo con él de vuelta a la capital austriaca, y allí, entre su gente querida, reintegrarse paulatinamente a la vida normal.
Pero la mejoría no era tal. En una mañana de abril, cuando salía a dar un paseo por las cercanías de la clínica, se entera de que las muertes postparto seguían sin que acabaran de ponerles freno y eso provoca en él una reacción extrema.
Se presenta en una sala de disección de la Facultad húngara donde los estudiantes asistían a la autopsia de una paciente, fallecida a causa de lo que él tanto había luchado por erradicar. Accede a la primera fila de alumnos y ante la sorpresa general, arranca un bisturí de manos de quien estaba impartiendo la clase, da un gran tajo en el abdomen del cadáver tendido en la mesa y empieza a escarbar en su interior. El grupo está aterrorizado pero nadie tiene el valor suficiente para detenerlo, cuando Semmelweiss efectúa una acción que echa a todos hacia atrás, sajándose muñecas y antebrazos que pasa a frotar y remover en el vientre abierto de la mujer, profiriendo gritos contra los médicos indignos que no paraban la sangría de aquellas madres que continuaban muriendo.
Reducido, es internado e inmovilizado en un manicomio, al que pronto acude Joseph Skoda haciéndose cargo de él y llevándoselo a Viena, llegando a la ciudad el 22 de junio. Un mes más tarde, no hay duda de la evidencia del contagio. Sus antiguos compañeros lo atienden en la cama de un hospital en la que, como el enfermo sabía muy bien, su agonía duró las tres semanas perceptivas en las que los seis pasos tan combatidos por él: fiebre, linfagitis, peritonitis, pleuresía, meningitis y muerte, acabarían con su vida de 47 años, el 16 de agosto de 1865.
Esta vez su mensaje, enviado desde una desesperación que quemaba su último cartucho ardiendo él mismo, sí iba a encontrar el eco necesario para que por fin, las autoridades impusieran por ley a los médicos la normativa de que, ¡se lavaran las manos! Aquella sencilla propuesta en la que el médico Ignacio Felipe Semmelweiss había gastado su vida.
Frente a los 67 asesinos que el pasado año acabaron con la vida de sus 67 compañeras y los que en el 2016 ya se han llevado por delante a otras 8, vaya un homenaje para este hombre de bien, que gracias a su empeño y sacrificio tantos niños salvó de la horfandad.
Frente a los 67 asesinos que el pasado año acabaron con la vida de sus 67 compañeras y los que en el 2016 ya se han llevado por delante a otras 8, vaya un homenaje para este hombre de bien, que gracias a su empeño y sacrificio tantos niños salvó de la horfandad.
No hay cosa peor que el cretinismo de los hombres de ciencia que se creen en posesión de la verdad y no están dispuestos a cambiar ni de opinión ni de métodos de trabajo. La historia está llena de ejemplos de gente valiente que quiso avanzar en el campo del conocimiento y se estrelló contra el muro de la incomprensión, de la intolerancia o del orgullo profesional mal entendido. La diferencia entre los diferentes casos es que resulta rara la autoinmolación, como ocurre con "el médico que nunca se rindió".
ResponderEliminarChicos y chicas, por favor, ¡lávense las manos!
Un saludo, Ana María.
Tu imperativo último hay que repetirlo sin descanso, Cayetano.
EliminarEn este mismo XXI y en una clínica oftalmológica que es lo más, me pusieron unas gotas en los ojos como a otros tantos pacientes que esperaban. Lo hizo a todos una misma persona, a mano limpia y con el mismo colirio. Yo había ido por una simple revisión y una hora después estaba con una conjuntivitis salvaje que me duró una semana.
No creamos que en cuanto a la asepsia todo está solucionado.
Fue un incomprendido en un ambiente donde el nombre algunas veces vale más que los hechos. En el caso, él se enfrentó a quienes hacían "ciencia" aun demostrando con hechos que tenía razón...
ResponderEliminarEste es un ejmplo de hasta dónde puede llegar la idiotez humana...
Ya había hecho unpost sobre él. Te dejo el link: http://docmanuel.blogspot.com.es/2011/09/inhabilitado.html
Besos
El corporativismo es positivo, pero llevado a extremos siempre acaba siendo nocivo. No sólo para los médicos, también para el resto de la sociedad. Porque no hablemos del periodismo...
EliminarVeo tu enlace.
Hola Ana, una entrada muy interesante da la casualidad que el año pasado haciendo un trabajo para una clase de cultura salió este tema de la falta de asepsia en las parturientas y la llamada fiebre puerperal y fue cuando me enteré de todo esto.
ResponderEliminarUna entrada muy documentada y muy bien ilustrada con todas esas fotos.
Besos
Puri
Hola Dulcinea. A poco que arañes la Historia de la Medicina, el mundo de la mujer se lleva la palma en cuanto a errores.
EliminarHay etiquetas sublimes creadas para pegárselas en la frente y sacarse de encima a las pobres que intentaban protestar por el trato vejatorio. Eso del “histerismo”, por ejemplo, es para premio. Anatema y palabra mágica con el que se las silenciaba y desprestigiaba.
Mi abuelo que fue médico siempre decía cuando visitaba a los pacientes, que ventilasen las habitaciones y mucha limpieza, eran tiempos con pocos cuidados.
ResponderEliminarMuy interesante tu escrito, un abrazo.
Muy interesante eso que dices, algo sencillito que para mí es la parte mollar, limpieza, higiene. El querido doctor Hospital de la placeta Moncada, fue médico de mi familia toda la vida y siempre que venía a casa y nos examinaba, luego pasaba al servicio y se lavaba las manos. Quizá hoy sigan alguna práctica que yo ignoro, pero lo cierto es que nunca veo que ninguno se lave. Sin ir más lejos, así lo viví la semana pasada.
EliminarUn abrazo
Patético. Y no me atrevería a afirmar la enajenación del buen doctor, que loco o cuerdo, supo que su vida iba a ser la lección que mejor aprenderían sus más encumbrados y soberbios colegas.
ResponderEliminarUn abrazo.
Una buena observación. Porque estaría loco o cuerdo, pero lo real es que su mente proyectó la acción con una claridad envidiable, DLT
EliminarParece mentira cómo en un hallazgo tan importante para la medicina se aunasen la muerte y la vida un tiempo, pues si los estudiantes no hubiesen ordenado sus actividades con, primero, la disección de cadáveres, y segundo, la atención a las parturientas, quizá este magnífico médico nunca hubiese concluído que entre una y otra actividad existía una relación. A veces los grandes descubrimientos surgen de las pequeñas observaciones.
ResponderEliminarUn beso
Cierto, Carmen.
EliminarY otra observación que fue caudal para él por la falta de lógica que significaba. Que en la sala donde atendían las parteras, mujeres corrientes con una mínima orientación sanitaria, prácticamente no había bajas. Y sin embargo, cuando entraban en acción los médicos, hombres de ciencia con cinco años de estudios como mínimo, la mortandad era pavorosa. A ver cómo se explicaba eso.
Muy interesante esta historia que sería genial si fuera ficción nacida de la imaginación de su autor, pero dar grima la insensatez humana siento escalofríos solamente con pensar en esa frase “lo que no se ve, no existe”. No sabía de este personaje que sin duda fue el héroe de su triste historia y que gracias a él muchas madres pudieron ver crecer a sus hijos…
ResponderEliminarMe ha encantado la lectura.
Sí fue triste, porque lo que debió sufrir aquel hombre oyendo la campanilla nocturna anunciando la muerte una y otra vez por los pasillos del Hospital y convencido de que la causa podía eliminarse, debió ser tremendo…
Eliminar¡Qué me pregunten a mí si no existen los virus y eso que jamás los he visto! Voy recuperándome de la gripe.
ResponderEliminarLo digo porque con sus amigos los hongos y las bacterias, pueden hacer importantes estragos en la humanidad.
Tu entrada así lo revela y yo me he sentido fascinada por ella.
No te puedes imaginar lo que me gustan todos los temas relacionados con la Medicina, yo creo que no sería un mal médico, tengo paciencia, me gusta escuchar y soy de las que pienso que, cantidad de enfermedades, antes de somatizarse, están en la mente del paciente, quizás, escuchándole, dejando que exteriorice sus dolencias, podríamos evitar llegar a males mayores.
Me gusta la limpieza hasta en la cocina, antes de cocinar cualquier alimento, aparte de seguir las reglas higiénicas, lo miro, lo huelo y como mi instinto me diga que no, ante la duda, no lo cocino, me dicen que soy un poco maniática, pero yo, lo que como, lo hago con toda la tranquilidad del mundo.
No quiero acabar este comentario sin enviarle, a la eternidad, a ese gran médico, Semmelweiss, mi agradecimiento y felicitación por su gran descubrimiento.
Para ti, amiga mía, gracias también por haberle dado vida hoy en tu espacio.
Cariños en abrazos.
kasioles
Amiga Kasioles, cuando le preguntaron al doctor Gregorio Marañón, cuál era el instrumental imprescindible para emitir un diagnóstico, respondió: Una silla, para sentarse a escuchar.
EliminarEres afortunada por tener un buen olfato. Muchas personas carecen de él, no sé si es una atrofia o una enfermedad, pero hay quien prepara una paella preciosa y no se entera de que la ha estropeado, porque las gambas o los mejillones estaban malos y no se ha dado cuenta. Mira esta entrada.
http://amf2010blog.blogspot.com.es/2014/07/el-olfato-en-la-pintura.html
Ana,
ResponderEliminarPelo seu histórico, muito bem delineado, o médico Ignacio Semmelweiss, deve merecer todas as homenagens, que a ele foram feitas depois que se renderam às suas teses a respeito da higiene, a começar com o simples ato de lavar as mãos e os cuidados com nos estudos práticos da medicina, tão precária, ainda nos tempos atuais, em muitos hospitais. Foi muito bom ter conhecido o Dr. Semmelweiss.
Abraços.
Qué cierto, Pedro. Aún hoy, aquí y ahora, en tu país y en el mío, con todo lo que hemos avanzado, y sin embargo….
ResponderEliminarUn día podríamos escribir entre todos los compañeros de páginas, detalles de esos que a veces vemos y nos dejan pensando, ¿Pero es posible? Seguro que leeríamos cosas sorprendentes.
Saludos.
Que interesante, Ana, la historia que nos traes hoy.
ResponderEliminarAprendo tanto cuando te visito...
Que importancia tiene la higiene a la hora de practicar la medicina, y sin embargo hasta que alguien con su actitud y su testimonio no se implica, cuantas barbaridades se harían...
Muchos besos.
El miedo a perder su trabajo y también el respeto por la autoridad de nombres muy prestigiados paralizaba las denuncias Era un compromiso muy grande y no todos tenían su valor.
EliminarEs comprensible, Mary Paz.
Qué barbaridad, tener que inmolarse así en un acto heroico para salvar la vida de tantas mujeres que hubieran continuado muriendo de no haberlo hecho. Tener que llegar a ese extremo para que se tome en consideración unas conclusiones tan importantes. Es tremendo.
ResponderEliminarFeliz fin de semana.
Bisous
Al final ya había cruzado la línea del sufrimiento. Lo único que le importaba era solucionar aquella sangría y si para ello tenía que desaparecer, lo haría. Creo que fue una decisión muy pensada.
EliminarBesos a ti.
Interesantísimo. Naturaleza necia y cruel la humana, aún tan pero tan simiesca.
ResponderEliminarLa Historia de la Medicina es un súmmun de heroísmo y ruindad. Y no entraré en el aquí y ahora, porque me conozco.
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